Angelitos en Uganda

Al poco tiempo de llegar a Uganda y de pasar unos días con los niños de Rafiki School, nos empezamos a percatar de que uno de los niños era muy diferente al resto. Este niño se llama Juan (nombre ficticio), tiene diez años y esta es su historia:

Juan se pasaba los recreos solo, los demás niños no se querían acercar mucho a él, le gustaba estar observando, pero escondido detrás de las columnas del colegio y venía siempre con la ropa destrozada y no muy limpio a clase. Juan ya tenía la etiqueta de “niño loco” en el colegio y en este país lejos de intentar comprender a este tipo de personas y de ayudarles, simplemente se asume que no hay nada que hacer por ellos y se rechazan por ser diferentes y no entenderles.
También observábamos como buscaba llamar nuestra atención: se acercaba mucho a nosotras cuando estábamos solas, pero cuando venían otros niños se bloqueaba, huía y nos seguía de lejos. Muchos días nos esperaba hasta última hora para volverse del colegio con nosotras. Como a menudo se nos hacía muy tarde y no queríamos que estuviera en la calle a esas horas, insistíamos en que, una vez acabadas las clases, se fuera a casa directamente. Sin embargo, nunca nos hacía caso. Después de clase se escondía y en ocasiones, más de dos horas después de haber acabado el colegio, aparecía para volverse al pueblo con nosotras.
Un día nos empezó a relatar como en su casa le maltrataban. Nosotras sabíamos que su padre no se había portado muy bien con él y que por eso ahora estaba viviendo con una señora, la que supuestamente le estaba cuidaba un poco mejor. Así que, dada la gravedad de las historias, a que algunas no nos encajaban mucho y a que ya tenía en el colegio y en el pueblo la fama de no decir siempre la verdad, no sabíamos si éstas eran del todo ciertas (quizás tampoco queríamos asumir que lo eran).
Con toda esta situación, no terminaba de encajar con el resto de niños y estaba bastante aislado. Por nuestra parte, intentábamos concienciar a la gente para que pudieran cambiar su actitud y mostrarse más cercanos con él, pero no siempre era fácil. Algunos niños eran bastante más sensibles, tanto que una de nuestras vecinas (de unos nueve años) al intentar ponerle en la situación de Juan, me dijo “María, I will be his sister”
Un domingo, estando Eddy en nuestra casa, porque estaba malito, su amigo Marvin llamó a nuestra puerta y por casualidad (eso creí yo) Juan también estaba ahí. Así que dejamos entrar a los dos a casa y, tras pasar toda la tarde juntos haciendo pulseras, bailando y cantando, Marvin se fue. Como empezó a anochecer y Juan no parecía tener prisa, Paula decidió acompañarle a casa. Al minuto de salir volvieron porque según le contaba Juan, él ya no vivía en su casa, ahora vivía en la casa vecina a la nuestra (una casa abandonada) y que como no le gustaba dormir ahí porque le daba miedo, pues que llevaba varios días durmiendo en medio del campo.
Como nos costaba entender una historia tan horrible y estábamos totalmente perdidas con qué hacer, decidimos (idea de Eddy) ir a ver a la trabajadora social del colegio. Tras unas horas en su casa, hablando con Juan y conociendo toda la historia que había detrás. Comprobamos que así era: la señora tampoco había estado tratando bien a Juan y le había echado de casa, el cual, con tan sólo diez años, llevaba casi dos semanas viviendo en la calle, sin nada que comer cuando no estaba en el colegio y estando completamente solo e indefenso.
Esa noche Juan durmió en casa con nosotros y, tristemente, nos dimos cuenta de que nadie le echó de menos ni preguntó por él. En ese tiempo nos dimos cuenta de que Juan está solo en la vida, no hay ningún adulto, ni siquiera sus padres, que le quieran y se preocupen por él. Gracias a conocer su desafortunada historia y poder vivir con él, pudimos entender que la imagen que transmite en el colegio para nada tiene que ver con el niño que hay tras los traumas y el horror que ha vivido. Juan es un niño muy cariñoso, agradecido con cada pequeño detalle, con muchas ganas de ayudar, con una carcajada para cualquier situación, que disfruta comiendo hasta no poder más, con gran empatía, con un corazón enorme y siempre preocupado y pendiente de cuidar al que tiene al lado (cuando nos ve toser o que nos ha pasado algo, nos intenta aconsejar y nos pregunta durante días hasta saber que todo ya está bien). Pero como cualquier otro niño de su edad, también puede ser algo cabezota, sobre todo cuando toca la hora de bañarse e irse a dormir.
Todas las noches antes de acostarse nos íbamos con él a su habitación, nos poníamos a hablar y nos contaba miles de historias, algunas muy graciosas: de pedos, cacas, de que él era musulmán pero que estaba pensando en cambiarse de religión, de qué profesora le parecía muy guapa y que había una que era fea… nos contaba todo con ataques de risa que nos contagiaban la risa a Paula y a mí. Y aunque éramos consciente de que teníamos que estar en pie prontito para ir al colegio, se nos solía hacer un poco tarde. Pero a Juan le encantaban esos momentos, le hacían feliz y a nosotras también. Antes de dormir también rezábamos, por él, para que siempre estuviese bien, para que no le tocase vivir lo que hasta ese momento había vivido y para tener un buen trabajo (aunque solo tenga diez años aquí piensan mucho en eso desde niños). Después nos dábamos un besito de buenas noches y a dormir.
Por las mañanas le despertaba a las cinco y media y aunque le costaba un poco levantarse, siempre te regalaba la mejor de las sonrisas. Esa sonrisa me hacía pensar que se levantaba tranquilo, sabiendo que tenía una cama y un techo bajo el que dormir. Después, hacía su cama y se duchaba. Cuando estaba listo siempre aprovechaba para echarse alguna crema o producto nuestro que encontraba en el baño y, al darse cuenta de que no eran lo que él pensaba y que no tenía que haberlo usado, le entraban ataques de risa. Una vez duchado y desayunado, salía de casa hecho un pincel, ¡qué cambio! El Juan de ahora no tenía nada que ver con el que conocimos, ahora iba al cole limpito, con ropa impecable y con una sonrisa de oreja a oreja.

En esos días las profesoras de Juan nos dijeron que era la primera vez en mucho tiempo que Juan no se dormía en clase. Nosotras creíamos que no estaba durmiendo suficiente porque no se acostaba muy pronto, pero resultó que esos días Juan había podido descansar mejor que nunca.
Sabíamos que esta situación no podía ser definitiva y tras pensar en qué opciones teníamos para proporcionarle un hogar decente a Juan, creímos que la mejor opción era que se fuera a vivir con Eddy y sus cuatro hermanos. Ellos tienen a sus padres en Kampala y como estos no tienen recursos para hacerse cargo de ellos, Rafiki decidió meterles en el programa de apadrinamientos y se les está proporcionando la casa y los estudios. Eddy era de los pocos niños que habíamos visto en el colegio siendo bueno y preocupándose por Juan, y además suponía juntar a uno de los chico más conocidos y queridos en el cole, con Juan al que, hasta ahora, le estaba costando socializar. De esta forma, además de tener un hogar en donde sentirse acogido, también podría comenzar a hacer nuevos amigos. Tras hablar con Eddy y su hermana mayor (de trece años) y explicarles bien la situación de Juan, aceptaron acogerle con la única pega de que necesitarían un colchón más porque hasta ese momento estaban durmiendo los cinco hermanos en dos colchones.
Ese día en casa empezamos a preparar la maletita de Juan con la ropita que le habíamos estado dando esos días y nos dijo que también teníamos que recoger una bolsita con cosas suyas de la casa donde había estado viviendo los días anteriores. Me acerqué con él a la casa, abrimos la puerta, entramos y no podía creer lo que estaba viendo. Juan había estado viviendo en una casa completamente a oscuras (las ventanas estaban tapiadas así que tuve que usar la linterna del móvil), una casa con el suelo de tierra, las paredes destrozadas y llenita de bichos. Cogimos la bolsita que tenía en una de las habitaciones y el jabón y una sábana que tenía en el suelo de otra y salimos de ese sitio. Salimos y se me cayeron las lágrimas de imaginarme a ese niño por la noche solo entre esas paredes. Me salió decirle que no se merecía haber pasado por eso y que estábamos ahí para él, para que no tuviese que volver a sufrir así. Juan sonrió y me abrazó (en realidad está todo el día abrazándonos).
En casa abrimos la bolsita y ahí vi cuales eran todas las pertenencias de un niño de diez años: dos camisetas, un jersey y dos pantalones de uniforme, una bolsita de tela (regalo de una voluntaria de hace unos años), un peluche que le regalamos hacía un par de meses, un plato, un vaso, una sábana y jabón. Eso es todo lo que tenía.
El día que Juan se fue a vivir a casa de Eddy, se llevó algunas cositas para regalarles, organizamos todo en su nueva casa, le explicamos que era muy importante que se portase bien con todos, que ayudase, que hiciera caso y que le queríamos mucho. Nos despedimos y Paula y yo nos marchamos rezando para que todo saliese bien.
Desde entonces todo ha ido genial, a veces le cuesta lo de ducharse, pero parece que, tras alguna conversación con él, ya está mejorando. Juan está feliz en su nueva casa y con sus nuevos hermanos y no hay más que ver su sonrisa cada mañana en el colegio para saber que ahora ha encontrado paz.
Desde que todo comenzó hemos hablado mucho con los profes y niños, intentando que entiendan que Juan es diferente por todo lo que ha sufrido en su corta vida. Ahora los profesores le tienen mucho más en cuenta y le hacen mucho caso. En los recreos suele estar con Eddy y sus amigos. Se ha convertido en un niño muy sociable y todos están descubriendo el corazoncito tan bonito que tiene y lo gracioso que es. La vida le ha dado una nueva oportunidad y Juan está feliz.
Ahora desde Rafiki Africa buscamos tener una casita para poder alojar y cuidar a más niños con historias como estas. Porque por desgracia, la historia de Juan es una más entre muchas que aparecen casi a diario.

María Morollón

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